El islam en la encrucijada
Juan Martín Sánchez
 

El fracaso de la Primavera Árabe, la sangrienta guerra de Siria, el interminable conflicto israelí-palestino o el surgimiento del denominado «estado islámico» en zonas de Irak han vuelto a poner la atención del mundo en la compleja realidad del Oriente Medio.

Son muchos los que asocian el islam con coches bomba estallando, mujeres tapadas con burkas, aviones dándose contra las Torres Gemelas y terroristas con AK-47. Ideas que reflejan realidades parciales y prejuiciadas,  que no permiten descubrir las complejidades del mundo musulmán y sus problemas actuales.

El término islam, en árabe, significa «sumisión a Dios», y musulmán quiere decir que se somete a Dios, acepciones que revelan la importancia de la variable religiosa para la comprensión del islam.

Se puede decir que islam alude a dos realidades diferentes; por un lado, se refiere al nombre de una de las grandes religiones monoteístas del mundo; por otro, define a la civilización que tiene por centro identitario a esa religión.

El islam es una continuidad histórica con las tradiciones judeocristianas, y comparte con ellas aspectos esenciales del dogma. Como el cristianismo y el judaísmo, el islam es también una religión monoteísta y «salvacionista».

A pesar de nuestros prejuicios, el islam no es sinónimo de atraso. Durante siglos, fue más avanzado que la cristiandad.

Como civilización, es la síntesis de viejas culturas originadas en el creciente fértil, desde hace miles de años. Y es el epicentro de un amplio espacio geográfico, que abarca desde Marruecos a Pakistán, y desde Asia Central hasta el Norte y Este de África, pasando por el Medio Oriente y diversas islas de Asia.

En su seno coexisten árabes, turcomanos, persas, malayos, indonesios, africanos, europeos eslavos, etc. Pueblos que se sienten parte de una misma comunidad, la Uma, o comunidad de creyentes. Para ellos, ningún musulmán es considerado extranjero en tierras musulmanas. Por ello, en los países musulmanes, en especial los árabes, las lealtades nacionales son menos importantes que las religiosas. Es la religión lo que moldea la identidad del mundo árabe-islámico, no el nacionalismo, que es un fenómeno importado de Occidente.

A pesar de nuestros prejuicios, el islam no es sinónimo de atraso. Durante siglos, fue más avanzado que la cristiandad. En el Medioevo, era una sociedad pujante de comerciantes, científicos, y guerreros. Sus universidades eran centros de ciencia y conocimiento, mucho de cuyo legado fue heredado por la Europa del Renacimiento.
La posterior declinación del islam es producto de un largo proceso, que comenzó durante la dominación otomana. Siguiendo la tradición islámica, los turcos se reservaban el derecho a dirigir el califato, concepto que denominaba al Estado religioso islámico, fundado por el profeta Mahoma, y dirigido por un califa, que reunía en su persona la autoridad política y religiosa.

Era la cabeza del Estado y de la religión. Situación que contrastaba con la separación, propia de los europeos, entre el poder terrenal y el espiritual, manifiesto desde el Medioevo por la lucha entre el papado y el imperio, que tan importante sería para el establecimiento de la libertad civil y religiosa en Europa.

Dominados por esa concepción del poder, los grandes imperios musulmanes, como el otomano, el mogol o el persa, fueron sucumbiendo a un espíritu oscurantista. No se toleraba la discrepancia religiosa, y a diferencia de la Europa de la Modernidad, donde proliferaron los conocimientos científicos y tecnológicos, el mundo musulmán condenó con fuerza la herejía, llegando incluso a la prohibición de la imprenta, sofocando de esta forma la innovación y la ciencia.

Este cultivo de la intolerancia puede explicar por qué aún es una de las regiones que menos libros produce y publica, así como una de las más rezagadas en investigación científica.

Los imperios islámicos practicaron también el despotismo político. No existían contrapesos a la autoridad del monarca, líder a la vez espiritual y terrenal, generando una situación de inseguridad, sobre todo para los sectores adinerados e inventivos de la sociedad, que vivían con la preocupación de que el Estado pudiese expropiar sus bienes (o acabar con sus vidas); un viejo refrán turco decía «mi casa tiene dos puertas, si el sultán entrase por una, yo saldría por la otra».

Los otomanos, descendientes de una tribu conquistadora, realizaban la guerra como un botín, saqueaban los territorios ocupados, al dejar de crecer su imperio, se dedicaron a saquear a sus súbditos. Al igual que los mogoles, despreciaban el trabajo manual y el comercio, actividades que en el califato otomano se asociaban con los súbditos no musulmanes, sobre todo griegos, judíos y armenios.

Estas actitudes ante el comercio, la innovación, las libertades y garantías individuales, la ciencia y la difusión del conocimiento fueron parte de las razones estructurales del declive de los grandes estados islámicos, que no fueron capaces de mantener el ritmo de innovación de los europeos de la Modernidad.

El eminente historiador Bernard Lewis considera que el islam ha sido un «fracaso de la modernidad». Los distintos intentos modernizadores no han dado sus frutos, y las sociedades islámicas se hallan retrasadas en muchos planos, tanto a nivel de sus instituciones políticas como económicas, prueba de lo cual es la proliferación de regímenes autoritarios en las tierras islámicas.

El otro factor de inestabilidad es un fenomenal impulso demográfico que hace de las sociedades islámicas las de mayor crecimiento (con tasas del 3 %, que junto con las africanas son las más altas del mundo). Todo ello confluye en una población joven, sin esperanzas, sin libertades y sin alternativas de un futuro mejor en el medio plazo.

Una población que ve cómo sus élites dirigentes (laicas o religiosas, pero igualmente autoritarias) dilapidan los recursos de sus países en comprar armas, hacer guerras, construir faraónicas infraestructuras y llevar un fastuoso estilo de vida.

Esas son las raíces del problema, el autoritarismo político, el estancamiento económico y el crecimiento de la población. Generan el caldo de cultivo del integrismo religioso.

Ante el aparente fracaso de la modernidad, los islamistas buscan sustraerse a su influjo, rechazando toda la influencia occidental, a la que culpan de los males de nuestro tiempo.

Este retorno a los «fundamentos» (de allí el término fundamentalismo) tiene dos vertientes; la chiita iraní, representada por la «Revolución Islámica» de los ayatolás. Y la otra (menos conocida en Occidente, pero mucho más peligrosa) es la del wahhabismo saudita, que contiene los fundamentos ideológicos para el  terrorismo de Al Qaeda, de los talibanes afganos o de las insurgencias islamistas en Siria e Irak.

El propio Occidente no ha contribuido muchas veces a la solución de los problemas del islam, por el contrario, las injerencias externas, los intereses petroleros, el drama palestino, todo ello contribuye a profundizar las heridas catalizando las posiciones de los extremistas.

En estos términos, está cifrada la gran encrucijada del islam, esas sociedades necesitan cambios que mejoren el devenir de sus pueblos. Cambios que solo pueden nacer de la evolución interna, no pueden surgir de la imposición de potencias interesadas.

La situación actual no parece muy alentadora. Pero hay que mirar a la historia, estar alertas, y con espíritu constructivo. Ya, en otros tiempos, el mundo musulmán tuvo facetas más tolerantes, más abiertas, el camino para esas sociedades pasa por poder combinar lo mejor de sus tradiciones, de su identidad, con lo mejor de la modernidad, y en especial con la democracia y los derechos humanos. De ello depende el destino de todos. ||

 
 
 
 
 
 
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