El lento declive del «Imperio americano»
Juan Martín Sánchez
 

Desde hace varios años todos venimos escuchando hablar de la inminente decadencia del poder estadounidense en el mundo.

Ya a mediados de la década de los 80, autores como Paul Kennedy o Lester Thurow venían advirtiendo de ciertas tendencias preocupantes en los equilibrios mundiales del poder y en las bases que habían hecho patente la supremacía mundial de los Estados Unidos. Todo indicativo de que el imperio estadounidense estaba llegando a su fin.

Las bases del poder de los Estados Unidos se fueron construyendo a partir de un largo proceso que comenzó sin duda luego de la propia independencia, ya a mediados del siglo XIX, y sobre todo después de la Guerra de Secesión los Estados Unidos fueron estableciendo las bases de su futura posición como potencia mundial.

En el siglo XX, mientras las potencias europeas se encargaban de destruirse en dos devastadoras guerras mundiales, los Estados Unidos emergía como la mayor potencia mundial. Situación que quedó en evidencia al finalizar la segunda contienda global.
En 1945, los Estados Unidos representaban las tres cuartas partes del capital invertido, la mitad de la capacidad industrial del globo y un tercio de la renta mundial, aunque el país solo tenía el 7 % del total de la población mundial y el 7 % de las tierras.

Entre los años 40 y los 50 se fue configurando un nuevo orden mundial que tenía como su epicentro de poder a los Estados Unidos. Por primera vez en cinco siglos de historia humana el centro del poder mundial no sería una nación de Europa Occidental, la «era Vasco da Gama» había llegado a su fin.

Entender el proceso de declinación de la hegemonía de los Estados Unidos en el mundo contemporáneo es por demás complejo, ya que el declive del «imperio» estadounidense no es producto de un Gobierno, tampoco es producto de la situación actual del país, sino que por el contrario es el resultado de la acumulación de factores que comenzó hace décadas.

Si marcamos un momento de inicio podría ser la década del 70 y la mal llamada «crisis petrolera de los 70». Contrariamente a lo que se suele suponer aquella crisis no es producto solo del aumento del precio del crudo como consecuencia de la guerra del Yom Kippur, o de las medidas unilaterales de los países de la OPEP [Organización de Países Exportadores de Petróleo]. La crisis también fue producto de los enormes desequilibrios que aquejaban a la economía de los Estados Unidos y básicamente la sumatoria del déficit fiscal provocado por los enormes gastos del Estado, con el déficit de la balanza de pagos norteamericana originada en la competitividad creciente de las producciones industriales de Europa Occidental y Japón.

Los desequilibrios económicos de los Estados Unidos y de la economía mundial ambientada por la hegemonía de ese país iban a tener su manifestación en 1971, cuando el presidente Richard Nixon declaró la inconvertibilidad del dólar al oro, medida simbólica que reflejaba la imposibilidad de seguir sosteniendo los acuerdos de posguerra. La medida de Nixon estuvo basada en que el circulante de dólares en el mundo superaba con creces la capacidad de respaldarlo en oro.

Una de las tendencias que aquella crisis propició fue la creciente transnacionalización de la economía. Para responder al aumento de los costos productivos en los países centrales, numerosas empresas optaron por emigrar y así se produjo el crecimiento de las industrias en los llamados países NPI (nuevos países industriales), de los cuales los «tigres asiáticos» (Corea del Sur, Hong Kong, Singapur y Taiwán) fueron los más paradigmáticos.

La transnacionalización del capital que contribuyó a erosionar las bases económicas de la hegemonía estadounidense también se vio reflejada en el origen de los paraísos fiscales y en la creciente internacionalización del capital financiero, que ya no respondía a las fronteras físicas de los Estados-nación.

La decadencia de los Estados Unidos ha sido lenta y relativa, no ha sido absoluta, no ha sido producto tampoco de la derrota en el campo militar o de una gran crisis económica. La decadencia relativa se ha debido en primer término a los propios cambios en la economía mundial, así la supremacía del país del norte fue hija de una coyuntura excepcional en la cual por sí solo representaba el 50 % del PBI mundial.
A fines de los años 50, la recuperación económica de Europa Occidental, de Japón, más recientemente de China y otras naciones emergentes han venido recortando el peso de los Estados Unidos en la economía mundial, pasando a representar cerca de una quinta parte del PBI mundial.

No es factible pensar que un solo Estado-nación, por poderoso que sea, pueda detentar por mucho tiempo el predominio.

Además, la recuperación y el fenomenal desarrollo de Europa y de Japón significaron también cambios negativos para la balanza de pagos norteamericana en dos sentidos: porque fueron competidores de la producción industrial norteamericana y  porque desde hace décadas que el propio Estados Unidos ha sido un mercado de importación de los productos europeos y japoneses, situación que ha contribuido a generar unos abultados déficits comerciales. Más recientemente, también las naciones NPI y China han orientado sus exportaciones hacia el mercado estadounidense, lo que ha agravado la situación.

Lo peor de la situación es que la propia economía mundial se orientó según estas pautas, el desarrollo de una sociedad de consumo en los Estados Unidos compensaba la falta de mercados amplios en otras regiones del mundo, como si de alguna manera el funcionamiento de la economía global dependiera de que el país hegemónico desempeñara el papel de consumidor de los productos que el resto producía. Esta realidad sigue siendo patente y aún hoy con todas las dificultades. Si dejamos de lado las materias primas, los Estados Unidos siguen siendo el principal mercado mundial. Y no existe al menos en el corto plazo ninguna economía capaz de asumir ese rol.
Junto con la declinación relativa de su economía, los Estados Unidos también han debido acumular enormes déficits presupuestales, producto principalmente de los gastos militares que el país ha venido teniendo desde el fin de la Segunda Guerra Mundial.

La Guerra Fría obligó a los Estados Unidos a asumir el rol de protector del mundo occidental y capitalista. Bajo su «paraguas» protector, Japón, Europa Occidental y otras sociedades pudieron dedicarse a construir su prosperidad actual sin tener que preocuparse de los temas de defensa, ya que el «imperio» protector asumía ingentes gastos y desplegaba sus fuerzas armadas por cada rincón del globo, manteniendo presencia militar en varios puntos estratégicos.

El fin de la Guerra Fría no significó para nada una disminución en las fuerzas estadounidenses o en sus gastos militares, es cierto que durante la era Clinton se intentó de manera seria reducir los déficits fiscales, pero no pasó mucho tiempo para que durante los gobiernos de G. W. Bush el gasto militar se disparara nuevamente. En años recientes los Estados Unidos ha dispuesto de un presupuesto militar equivalente al del resto del mundo.

El tercer tema es el de los cambios en la economía mundial, el proceso a esas alturas imparable de globalización y transnacionalización de la economía está generando un desplazamiento del centro económico mundial hacia nuevos espacios geográficos. Y al mismo tiempo generando cambios que hacen imposible que un solo Estado pueda detentar un rol hegemónico.

El análisis del capitalismo como sistema mundial tal como nos lo han presentado Wallerstein o Arrigí conlleva la idea de que las hegemonías dentro del capitalismo son rotativas. No es factible pensar que un solo Estado-nación, por poderoso que sea, pueda detentar por mucho tiempo el predominio. Así, mientras el sigo XX fue el «siglo americano», no parece que el XXI pueda seguirlo siendo. Lo que no significa que pueda ser el siglo de alguien más.

El tiempo por venir dará la razón o no a los pronósticos que se han venido elaborando sobre el «fin del imperio americano». Todo indica que en este nuevo mundo los Estados Unidos aún son y serán una potencia de primer nivel, pero también todo indica que las bases de su poder se hallan más comprometidas que nunca.

Mucho depende de factores que los Estados Unidos no controlan, pero otro tanto depende de las políticas que sus gobiernos decidan tomar, si siguen por el camino conservador de apostar al poder duro como forma de preservar su presencia en el mundo es posible que solo contribuyan a que el declive sea más duro aún. Si por el contrario se apuesta al multilateralismo y a reconocer las nuevas realidades la gran república del norte aún tiene mucho que ofrecer al mundo. ||

 
 
 
 
 
 
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