Cambio cultural y valores
Pablo Romero García
 

Entre el autoritarismo cultural del universalismo o el relativismo que ya nada valora.

Entre las tareas claves que la actividad política supone se encuentra la de tomar decisiones que definan los valores culturales deseables para la sociedad. Existe, pues, un vínculo indisoluble entre el actor político y los valores culturales, lo cual no solamente supone una fuerte responsabilidad ética, sino una preparación intelectual acorde a la complejidad del asunto. Desafío aún mayor en tiempos globales, en los cuales el aceleramiento de los cambios nos enfrenta a nuevos horizontes y lo valorativo se vuelve una necesidad para la comunidad en su conjunto.
La globalización, ese tiempo histórico que nos toca vivir, ha dado un nuevo giro al viejo debate entre valores universales y relativos. En el campo cultural, se ha virado de su concepción más tradicional —donde cultura se igualaba a civilización, se planteaban diferentes grados culturales en los individuos y entre las sociedades, se proponía un canon universal y se hablaba en términos de cultos e incultos, alta y baja cultura— al giro que los estudios antropológicos le dieron al asunto, priorizándose la idea de diversidad y postulando que todas las culturas tienen el mismo valor. En esta perspectiva, no existen grados de valor cultural, en la medida que todo es cultura y todos somos cultos. Aquí los valores culturales, pues, no son universales sino relativos a cada cultura. La concepción posmoderna acentuará esta mirada y nos pondrá nuevamente frente a un dilema de larga data en la historia del pensamiento.
Mario Vargas Llosa, en una exposición titulada Discurso de la cultura —a la cual, por cierto, se puede acceder a través de la web— plantea el debilitamiento del concepto de cultura, en la medida de que si todo es cultura, ya nada lo es, proclamándose abiertamente en contra del relativismo cultural y sus consecuencias. El valorar, el sopesar, el elegir, parece haberse convertido en mala palabra, en algo propio de «conservadores» y «autoritarios» y es, al menos, políticamente incorrecto sostener que determinados valores culturales son preferibles a otros. La diversidad cultural parece haber devenido en una incapacidad valorativa y, a partir de esa situación, la decadencia de los valores culturales se convirtió en un signo de nuestra época. Se ha impuesto la mirada de que «todo vale lo mismo», lo cual —dirá el premio nobel peruano— no ha significado más que decir que «ya nada vale».

Por otra parte, la idea de un canon universal siempre ha supuesto una mirada elitista y la marginación de toda expresión cultural que no estuviera en sintonía con esa medida de todas las cosas. Y los juegos de poder parecen emerger allí más claramente, en tanto, en definitiva, ¿quién establece el canon y bajo qué legalidad?

El fuerte acento en la diversidad cultural ha dotado a nuestras sociedades de una mayor riqueza y ha permitido escabullirnos del autoritarismo de la considerada a sí misma élite cultural.

Ambos posicionamientos llevados a su extremo —ya sea el autoritarismo cultural del universalismo o el relativismo que ya nada valora— parecen ser fieles representantes del agotamiento de un momento u otro del transcurso de los más recientes cambios culturales de nuestra humanidad. En ese vaivén pendular de conceptos hegemónicos que suele mostrar la historia, los cambios culturales de la globalización posmoderna parecen haberse inclinado fuertemente a favor de un relativismo que ha ido exacerbando su postura y que, sin embargo, comienza lentamente a generar un movimiento en contrario.

El aporte innegablemente positivo de los estudios antropológicos en el campo de la cultura, el beneficio conceptual y democrático de la idea de diversidad cultural son valores que han llegado para quedarse, pero que en su propio devenir han instalado el germen de la vieja tradición universalista de marcar límites valorativos, en tanto comienza a operar socialmente el reclamo de escapar a las consecuencias de su radicalización.

Aunque Vargas Llosa pueda sonar demasiado fatalista, no parece estar tan errado en su presunción de que los cambios culturales de las últimas décadas no han hecho más que debilitar el concepto de cultura, hasta el punto de casi darle muerte. ¿Estamos frente al «fin de la cultura»? Ciertamente, no, pero quizás como en ningún otro período de tiempo, el desafío es enorme, porque la sociedad se ha complejizado como nunca antes y la diversidad ha aflorado con toda su magnitud —aunque en un movimiento global que en su contracara tiende también a envasar, caricaturizar y homogeneizar esa misma heterogeneidad que proclama, alienta y genera— y el valorar, el discriminar positivamente entre los diversos grados de valores en juego, pasa a ser la tarea central que tenemos por delante. Y esta conlleva el regreso a un ejercicio fundamental para la salud democrática de toda sociedad: el debate fundado en la capacidad argumentativa, donde la pluralidad de miradas de todos los actores involucrados se pone en juego dialécticamente y se cristaliza en tomas de decisiones surgidas a partir de la consagración de los mejores argumentos. Y con la mirada apuntando al campo ético y a la mejor construcción posible de un factor que resulta más decisivo que el capital económico en esta sociedad del conocimiento: el capital cultural.

La labor es compleja, en la medida que se debe oscilar entre dos procesos por momentos complementarios, por momentos contradictorios, característicos de la globalización cultural: por un lado, uno que visualiza los procesos de cambio cultural en los niveles globales, y, por otro lado, aquel que considera el contexto local de cultura. Se rescatan y se acentúa la defensa de las identidades culturales autóctonas, a la par que el movimiento global abre las puertas a la convivencia en un bricolaje de identidades, a la composición cultural híbrida. No la tienen sencillo quienes de algún modo están en el primer frente de esta batalla entre los cambios culturales y los valores.

¿Y quiénes son aquellos que están en ese primer frente? ¿Qué actores constituyen lo público, son determinantes en la producción y circulación de los valores culturales y proyectan las posibilidades de enriquecimiento del capital cultural en una sociedad? Entiendo que existen al menos cinco actores fundamentales, relacionados y en modo alguno interdependientes: el núcleo familiar, las instituciones educativas, los medios de comunicación, los gestores culturales y los actores políticos.

Y en buena medida cualquier proyecto político inteligente y deseable para el bien común de una sociedad contemporánea, debe construir sus políticas culturales sobre la base de enfrentarse al desafío desde una óptica ética que atienda la problemática de manera integral, o sea, incorporando decididamente a esos otros actores.
Como sea, en tiempos donde el valor supremo de lo cultural parece estar arraigado en lo divertido, lo simpático, lo espontáneo, lo fresco, lo efímero e incluso lo decididamente chabacano no será sencillo apelar a una subjetividad ávida de «consumir» otros «productos» culturales, aquellos cuyas huellas escapen al mero divertimento de ocasión y, en definitiva, marquen valores positivos en la comunidad. Pero esto es parte vital, justamente, del desafío que todo actor político toma al momento de asumir su rol. Hay una larga tarea de reconstrucción por delante y hacia allí es donde debe orientarse la tarea.

Se abren en nuestro país, a partir de una nueva instancia electoral, renovadas posibilidades de abordar una coyuntura que es adversa en el plano cultural. Los principales problemas que el país está padeciendo en materia educativa o incluso en materia de seguridad pública tienen que ver básicamente con esta cuestión de la desvalorización del capital cultural, con la debilidad del entramado que conforma el espacio cultural-ético. Fallará toda política de gestión o proyecto técnico en áreas como la educación y la seguridad —temas que la ciudadanía ha puesto en el tapete como su principal preocupación—, si no es abordada desde el concepto central que es el del fortalecimiento del capital cultural, abordaje que requiere ir más allá de la mirada meramente economicista o del modismo de la diversidad carente de valoraciones con que se han sustentado estas políticas en los últimos años. Una cultura de valores y valores culturales que fortalezcan la idea de convivencia y bien común es la propuesta que debe encabezar una política cultural que logre superar las actuales dificultades. Articularla y ponerla finalmente en juego es el desafío por el que se debe estar trabajando desde ya y más allá de banderías político partidarias. Desde el aporte de ideas apostamos a construir junto al otro, porque cualquier otro camino resulta simplemente inútil y supone la pérdida de oportunidades de mejorar como sociedad. ||

* Pablo Romero García es profesor de Filosofía, egresado del Instituto de Profesores Artigas (IPA), completando su formación académica en la Licenciatura en Filosofìa de la FHCE-UDELAR. Es el fundador y coordinador del Proyecto Cultural Arjé, siendo editor responsable de la revista Arjé. Se desempeña actualmente como docente de Filosofía en educación secundaria, como docente de Teoría y Práctica de la Argumentación en la Universidad Católica y como docente de Filosofía de la Diplomatura en Gestión Cultural de la Fundación Itaú. Ensayista y articulista en medios locales y extranjeros, es autor del libro Asueto de las máscaras (2007). Participa asiduamente en los medios de comunicación, tanto en radio, TV, como prensa escrita, habiendo sido columnista de Filosofía en La segunda mañana (El Espectador), Ciudad Más (Tevé Ciudad) y en el semanario Voces. Todas sus intervenciones en los distintos medios de prensa son accesibles en su blog http://pabloromero7.blogspot.com.

 
 
 
 
 
 
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