La causa

Amadeo Pereira

 

Solidaridad significa asociarse a la causa. Digamos en consecuencia que una causa es por lo general una búsqueda de superación. Es por ello que unirse a las reivindicaciones de los más humildes en una sociedad estaría distante del buscar igualarse, o reivindicar la hidalguía de la marginación, sino todo lo contrario. Es trabajar para que mejoren su condición y accedan a mayor dignidad en su vida, es luchar para que sus destinos sean más venturosos; todo lo demás es hipocresía. Seguramente en esa tarea, deberíamos enseñar a través del sistema educativo el valor de vivir en la sociedad formal, como un elemento de dignificación que conlleva la convivencia integrada a la comunidad; todo lo cual no se logra con un poco más de ingresos o el acceso a algún servicio precario.
Algunos confunden no discriminar con convalidar, consolidar o equiparar cualquier situación. Hoy día exhortar a la superación a los ciudadanos más vulnerables es tomada como una actitud engreída o fuera de lugar. Y en esa búsqueda de algunos por ser simpáticos, se esconde bastante una actitud irresponsable e insensible.

Se estigmatizó a quienes se preocupaban por vivir mejor como adoradores del capitalismo, materialistas sin alma, que adoraban el éxito económico. Por otro lado había quienes señalaban a la población carenciada como simple resultado de fracasos personales o falta de voluntad de las personas. Lentamente se fue consolidando una cultura a la defensiva, que confundió la exigencia del debido respeto, a dar por excelencia el estancamiento o la resignación; señalando como ofensivo el aliento a luchar por cambiar de situación.

La inclusión se confundió con igualación, por tanto dejó de ser tal; se transformó en una forma hipócrita de exclusión. La cínica propuesta es integrarse a una bolsa informe donde nada es mejor y si no has podido tener una buena formación, o acceder a buenas oportunidades para ello, eres la excusa perfecta para hacer un discurso sobre la marginación. Mientras, que nadie hable de que se puede trabajar por mejorar, porque eso puede ser una «pretensión cargada de soberbia».

Érase una vez un tiempo en que cultivarse era apostar a desarrollarse como persona, en todos los aspectos. Si se quiere, constituía un reflejo de quererse un poco a sí mismo. Cuando todo es cultura y todo es bueno, para qué buscar superarse; por combatir la siempre condenable discriminación, se incurrió en la convalidación de la chatura y en el encumbrado de lo vulgar. Creció en la república la injustificable y rencorosa sensación de que quienes lograron formarse, deben haberlo hecho por ser privilegiados, por ende deben ser parte de la clase explotadora o estar al margen de la ley. Si alguien de origen humilde trata con esfuerzo de alcanzar la educación que le dé mejores resultados y lo consigue, en esta lógica perversa se transforma en un traidor de clase.

Quién hubiera creído hace pocos años atrás en el Uruguay que reivindicar las buenas costumbres y más respeto en el relacionamiento entre los ciudadanos pasaría a ser una ridícula queja de algún insensible clasista, enemigo de las clases populares y sus costumbres. En un falso gesto de solidaridad, vinculan lo popular exclusivamente al fruto de la marginación, la humildad con la resignación, desvalorizan la esperanza y el orgullo en la gente, parecen celebrar el embrutecimiento del pueblo. Debemos confesar que se hace difícil hablar de respeto entre la gente cuando el Gobierno no respeta la voluntad popular, expresada dos veces en un mismo sentido, como ocurrió —nos guste o no— con la Ley de Caducidad.

Inclusión no es igualación, los batllistas siempre buscaron la movilidad social, por eso Batlle no creía en la lucha de clases, el secreto era dar dignidad de vida y posibilidades de desarrollo para todos. Que las clases más humildes tuvieran acceso a la formación y a los medios necesarios para superarse y alcanzar un mejor horizonte, esto no era una dádiva, era la ineludible lucha por la justicia social, que implicaba también intervenir desde el Estado, con medidas que aseguraran una mejor distribución de la riqueza. Pero cuando se describe una vida más digna y confortable como privilegio de oligarcas, que dirigirse correctamente a los otros son estupideces de estirados, que expresarse mejor es hablar difícil, entonces lo difícil es combatir la marginalidad; y cuando algunos hablan de ello, parece un acto de irremediable hipocresía. La fuerza política del actual Gobierno siempre ha convalidado —por conveniencia— de forma velada o explícitamente esta visión. Si quienes viven mejor lo hacen porque robaron o explotaron, esforzarme por trabajar o estudiar no tiene sentido.

Optando por igualar y no por incluir, solo intentamos hacer sentir bien al más perjudicado, acortando las distancias con quienes puedan estar mejor, generándoles algún perjuicio; en esa búsqueda a la baja de que seamos todos iguales, no promovemos la superación a través del esfuerzo para alcanzar la calidad de vida que otros consiguieron, porque se duda de que así se logre. El concepto es perverso, porque «mediocriza» e insta a un sentimiento falso y enfermizo de justicia.

Cada planteo social del Gobierno trasunta una suerte de emparejamiento, donde el objetivo no es abrir caminos para la superación de los más desdichados, sino empardar condiciones, sin importar si el colectivo se enriquece o desmejora. En esto no hay motivación para nadie; unos esperan justicia divina y otros se sienten juzgados por su éxito.

En esta mirada cargada de malas intenciones, los logros económicos se confunden con los actos de corrupción. Hay una prédica en la que alcanzar la prosperidad económica, si no es en el plano deportivo o artístico, es algo impopular y no muy bien visto, como si fuera cuestionable socialmente. La causa inmediata ha sido una especie de relación entre lo popular y lo vulgar. Por contrapartida, es más popular el fracaso; generando más sensibilización e identificación, incluso entre ciudadanos que parecen estar lejos de haber sufrido alguna derrota.

Entristece observar que justicia social para la seudoizquierda es encumbrar la miseria y las limitaciones del pueblo. La prueba está en la reciente «cumbre de la educación», el presidente declaró que no iban a imponer nada —bueno sería— en materia educativa, entre otras cosas, porque no tenían claro qué hacer. No hay inclusión posible sin apuntar a la formación, a dar herramientas; pues bien, de ello no se habían ocupado.

Nadie es verdaderamente libre sin capacidad de discernir. O es esclavo de quienes lo explotan, por no saber utilizar sus derechos, o de quienes le ofrecen fantasías cual espejos de colores. Sin educación acorde a los tiempos en que vivimos, no hay esperanza de contar con un pueblo capaz de forjar su propio destino. Solo quedará a expensas de un falso igualitarismo, en que dádivas económicas —sin políticas sólidas detrás— son otorgadas como una especie de gracia divina, a cambio de las correspondientes alabanzas.

Los horizontes son pequeños cuando no se alienta en la gente el deseo por formarse. Pasamos del Uruguay que valoraba la cultura general, a uno en que si decimos que queremos más instrumentos para que el pueblo sea más culto, se nos dirá que «todo es cultura» y que con esa pretensión somos discriminadores. Nunca más vigentes los versos de «Discepolín»: «Todo es igual, nada es mejor». La verdadera discriminación es darle conformidad a la gente más humilde, haciéndole creer que no hay nada valioso en el desarrollo intelectual y luego por esa misma carencia, cerrarle todas las puertas, a ellos y al desarrollo del país. Se da a entender que las buenas costumbres en las relaciones sociales solo alientan a la resignación, que tener más educación solo sirve para ganar más dinero, que no importa cómo te expreses, ni cómo te comuniques, que es de aristócratas preocuparse por esas cosas.

La educación fue siempre una forma de salir de la pobreza, ni que hablar como forma de integrar, combatiendo la marginalidad. No hablar con honestidad es la peor forma de discriminar. Plantear la búsqueda de la superación como un tema de relativa importancia o exclusivo de la enseñanza formal, que si no te capacitas para responder a la necesidad de mano de obra calificada, la responsabilidad es del Estado, ya que debe solucionar las desigualdades que genera el sistema, estos razonamientos son casi inhumanos. No podemos vincularnos a la lucha de los más humildes para igualarnos, por el contrario, es para luchar para que sus destinos sean diferentes, lo demás es puro cuento.

En nuestro tiempo solo hay alternativa para ser militantes de la solidaridad. Resulta inaceptable que más allá del derecho de todo grupo particular a organizarse y luchar por sus derechos, nos aferremos de tal manera al interés corporativo que consideremos un enemigo el interés general. Vivimos una época donde ya no es ciencia ficción decir que hasta el planeta nos pasa factura por actitud tan mezquina.

La causa a sumarse es la de la humanidad toda, buscando mayor dignidad para quienes sufren la marginación, pero no haciéndolo para dividir o enfrentar. Combatir desigualdades es una tarea que se debe asumir para apoyar a los más desprotegidos, tratando de que logren progresar, pero es absurdo hacerlo mirando con recelo al que lo logró. Solidaridad sin resentimientos, para que la justicia social sea una realidad y que la causa de los más débiles sea la nuestra, teniendo en claro que estos generalmente no están corporativizados.

Integremos a los que sufren un destino sin esperanzas a la cultura de la sociedad formal, la educación, el trabajo, la salud, sin necesidad de formar parte del ejército de la eterna reivindicación acusatoria, del logro a costa de la derrota de alguien, de mejorar sin el riesgo de crecer. Sin rencores, ni egoísmos, con humanismo y justicia, el batllismo es la única garantía de integración que la república puede esperar, así como uno de los mayores ejemplos que nuestra historia nos puede obsequiar.

Es cierto que siempre hay quienes se benefician de una injusta distribución de la riqueza, así como de la desesperación del que nada tiene, pero la prosperidad siempre será algo bueno y no solo luchar por tener más haciendo siempre lo mismo; en todo caso es la vileza de algunos hombres lo que debemos combatir y la misma nunca tiene un origen definido.

Es hora de ser socios en la erradicación de la mediocridad, estamos todos convocados.

 
 
 
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