Columna al servicio de la libertad
Patricia Soria Palacios
 

Este 28 de setiembre pasado, fue el Día por la Despenalización del Aborto en América Latina y el Caribe, fecha instituida hace veinte años atrás en el quinto Encuentro Feminista de América Latina y el Caribe, para crear cierta conciencia social y política en la ciudadanía y que al menos se le dedique un momento de reflexión al tema.

La realidad latinoamericana es bastante desalentadora y preocupante ya que en primer término no permite la interrupción voluntaria del embarazo por propia iniciativa. Los datos indican que en el único punto en que la legislación parece flexible es en los casos donde el embarazo pone en peligro la vida de la madre, menos en Chile que mantiene la postura más radical de América Latina frente al tema. La realidad nos golpea duramente cuando vemos que hay países latinoamericanos que no permiten la interrupción del embarazo aun en los casos de violación de la mujer.

Más allá de las situaciones puntuales de excepción que plantea cada legislación como son por ejemplo protección de la vida de la madre, la salud física, salud mental, violaciones, malformaciones del feto, honor o situación socio económica, me gustaría reivindicar el compromiso de la lucha por la despenalización total que no es materia exclusiva de las mujeres sino de todos los ciudadanos.

En nuestro país supimos canalizar la necesidad de la despenalización por motivos quizás diferentes a los que actualmente nos planteamos la mayoría de la ciudadanía, pero de todos modos estuvo en el tapete político resultando un éxito momentáneo. En octubre de 1934 se quita el carácter punitivo al acto médico. Curiosamente fue en tiempos de dictadura (Gabriel Terra, presidente constitucional [1931-1933] y de facto [1933-1938]) que esta medida «liberal» se lleva a cabo en el marco de un índice de desocupación elevado producto de la crisis económica de la década, buscando dar una protección a estas mujeres.

Durante la aplicabilidad de la nueva ley se pudo constatar que no solo disminuyó el número sino que se advirtió a la población de los peligros inminentes a los que habían estado sometidos antes que aumentara la calidad sanitaria de la práctica, salvando así muchas mujeres de daños graves o incluso la muerte. Lamentablemente estas incidencias positivas no tuvieron tanto peso como las presiones de la Iglesia Católica y los sectores más conservadores, por lo que en enero de 1938 se vuelve a tipificar como delito (ley 9363).

El escenario social actual nos señala que la interrupción voluntaria del embarazo es una práctica de uso extendido en todo el territorio nacional y que son contados con los dedos de la mano los casos efectivos en los cuales se condena penalmente (por suerte) a sus autores. No podemos tapar el sol con un dedo desoyendo la voz del pueblo que no culpabiliza como criminales a las mujeres que recurren a esta práctica médica.

Actualmente hay dos proyectos de ley presentados en el Parlamento, uno de la senadora Mónica Xavier (Frente Amplio) y otro del diputado Fernando Amado (Partido Colorado). Solo nos resta esperar que esta vez no haya veto presidencial posible.

 
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