Lo que duele en esta Navidad
Juan Pablo Brand
 
 

Para Ceci Gómez,
con todo cariño en su primera Navidad sin su papá.

Cuando era niño creía en Dios, dos eran mis ruegos constantes, poder volar y que nadie querido se muriera. Lo más cercano a volar lo viví hace tres años cuando me lancé desde un avión junto con un experimentado paracaidista. Por muchos años creí que mis peticiones habían sido escuchadas porque pasé los veinte años sin que nadie significativo se muriera, sin embargo, la muerte de mi abuela paterna abrió una puerta por la que no han cesado de salirse de la vida uno tras otro de mis seres queridos. Llegué a la conclusión de que no había ningún ser organizando todo lo existente, sino que somos entidades biológicas con conciencia, la cual nos lleva a construir todo tipo de creencias para compensar lo efímero de nuestro lugar en el universo. Esta certeza me atormentó por varios años, durante los cuales tuve oscilaciones entre la fe y el agnosticismo. Fue hasta el momento en que murió mi muy querido abuelo materno, que tuve una cercanía estrecha con un cuerpo sin vida, lo cual me develó la inexistencia del alma, al tomar su mano tan fría supe que él ya no estaba y no estaría nunca más. Junto con la creencia en el alma, se derruyeron todas mis creencias.

Caídas las instituciones metafísicas, inició mi lucha con las instituciones sociales, resultaron ser tan endebles como las otras, quizá porque se sustentan también en creencias, en la esperanza de un porvenir pleno de luz. Nueva revelación, todo es una invención, creamos escenografías y personajes, para llamarles después realidad. Por primera vez visualicé el vacío a un paso de mí, nada tenía sentido, todo era una ilusión. Apareció entonces el dolor con todo su poder, así lo supe, el dolor es la única evidencia de nuestro ser en el mundo, todo lo demás son intentos por paliarlo. Fue así que escribí una tesis sobre el tema, mi planteamiento era muy específico: el surgimiento de la conciencia, es la primera afirmación de: «esto me duele».

De ahí en adelante cada pérdida, cada malestar, lo acompaño con el pensamiento: «esto me duele» y así sé que estoy vivo y reconozco lo que me resulta realmente importante. Es una lógica escandalosa en la era de la Happy Face, pero parafraseando al buen Galileo: «sin embargo, me mueve». Sé del gran amor que le tengo a mi hijo, porque me duele profundamente, cada vez que le escucho reír me estremece el saber que esa maravillosa risa se perderá en el instante siguiente, conforme lo veo crecer extraño sus edades previas, en cada ocasión que lo llevo a la escuela por la mañana tenemos un juego ritual que sé en algún momento se desvanecerá. Para muchos esto puede constituir una visión pesimista, para mí es la mayor ancla a la vida, vivo cada momento como único, como irrepetible, como último. La felicidad puede ser una especie de anestesia existencial, una pérdida del sentido trágico que tiene toda vida, estar vivos sabiendo (o negando) permanentemente que moriremos.

Sin creer ya en lo que le dio origen, la Navidad no cesa de dolerme, sus rituales festivos generan un realce de lo que he perdido, personas a las que abracé y con las cuales sonreí incontables ocasiones, la fantasía infantil a la espera de regalos y de un mundo mejor, el sueño de un amor inagotable o la creencia en una mágica transformación.

En este momento las notas de O Holy Night cantada por Celine Dion hacen vibrar mis tímpanos junto con todos mis circuitos emocionales, la maravillosa voz y la música convocan a la nostalgia, un llanto seco desborda mi memoria, soy de nuevo el niño ansioso por el dilatado avance de los minutos en camino a la noche buena, impaciente en una misa eterna, rodeado por el delicioso frío anunciando una bóveda celeste despejada con los pocos destellos que nos permitían ver el reflejo y la contaminación de nuestra ciudad, ropas de fiesta por doquier y una atmósfera de paz que no se extendería más allá de la madrugada. Luego un largo recorrido hasta el lindero sur de la metrópoli, en dirección a ese oasis separado del mundo que era de la casa de mis tíos, donde convergía una legión de familiares. Abrazos, sonrisas, juegos, comida y una tradición heredada de nuestros ancestros sinaloenses, Santa Claus como invitado VIP; en realidad un tío disfrazado siempre con unos lentes al estilo Jackie Kennedy para ocultar el área libre dejada por las barbas. Al fin, el momento esperado, el ritual de los regalos, rostros infantiles fascinados, rostros infantiles decepcionados, rostros infantiles envidiosos, Santa Claus no siempre era democrático. Todo acababa con nuevos abrazos y la promesa de volver al recalentado.
Pero como dijo el buen Bob Dylan, los tiempos están cambiando, no solo se diluyeron la inocencia y la ilusión, sino también la esperanza. Sin lugar a dudas el único villancico posible en México este año será: Noche sin paz, noche de horror, todo muere en derredor, entre los narcos pidiendo su buz, viene anunciando la fosa común, brillan las balas del sur, brillan los gestos de horror… Y esto me duele.

En este escenario mi confianza se asienta en las personas, en cada voluntad que opta por la no-violencia y en re-dirigir sus impulsos de sobrevivencia por una vía más inteligente, la del bien común y la buena convivencia. Los sentimentalismos me generan sospecha, son pasiones inútiles, sólo en el entrecruzamiento entre la emoción y la razón encontraremos lo propiamente humano. Me sumo así a las palabras del gran poeta inglés Henry Howard:

La buena vida es para mí…
sabiduría y simplicidad,
saber dormir sin ansiedad.

Ese es mi deseo para todos en estas fiestas, una buena vida, sabia, simple y con ansiedades moderadas. Pero como diría el canto mariachi, dependerá de Si nos dejan…

 

Publicado originalmente en http://infancias-jpb.blogspot.com.

 
 
 
 
 
 
 

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